martes, 3 de abril de 2007

MI AMIGO MORALES

A MI AMIGO LUIS GARRIDO PEÑA


Ahí se quedó Morales, plantado a la orilla de su niñez. Muerto su padre, se restregó sus ojillos de 9 años y fue a cobijarse en la tristeza de su madre. Allí permanecieron largos minutos abrazados en una silenciosa complicidad. Los otros dos hermanos, no comprendían mucho ese rito casi macabro de la época. En el salón obscurecido por el luto, pendían verticalmente sendos trapos negros, alrededor de la caja mortuoria de riguroso negro, unas fúnebres cerillas parecían proyectar una siniestra danza de funestas sombras. Allí corriendo entre sillas y señoras de luto, Beto y Rudi seguían jugando, ausentes del todo a la tragedia que se vivía en el salón de su casa.


Nuevamente, la vida tomó su curso normal para la mayoría de nosotros. Volvimos a la escuela, a nuestras pichangas* diarias, a nuestros juegos de niños.... sin embargo, Morales tuvo que abrigarse ya, a esa naciente edad, de ese hombre en el que se convirtió.

Desde ese día, tuvo que levantarse más temprano que todos nosotros y largarse a otras faenas ajenas a los niños de su edad, el trabajo le abría las puertas y se lo tragó inevitablemente.

Entre cueros y badana, fue balanceando su vida de niño y de adulto.

En ese Carrascal del 50, éramos una hermosa familia de niños, por lo que Morales nunca se apartó de nuestra casi sagrada amistad. Ayudando a su madre y renunciando casi con alegría a las tareas de niño, le vimos crecer y sorpresivamente llegó a ser un hombre adulto. Poco a poco, fuimos sintiendo un hermoso y lindo respeto por nuestro amigo que a pesar de su corta edad, se había transformado a nuestros ojos como ese padre modelo y un poco más a la moda.

Su prematura adultez y sus responsabilidades, le crearon ciertos privilegios que compartimos con enorme gratitud con él. Así, fumarse un cigarrillo fue un natural pecadillo que cometimos con mucho agrado. Su presencia parecía desculpabilizarnos de aquella prohibición terminante impuesta por la mayor parte de los papás del vecindario.

Su madre lo miraba con disimulado orgullo. Morales fue quien nos invitó por primera vez a comer suculentos completos al famoso Indianápolis, ubicado en plena Alameda, del Centro de Santiago. Así creció dentro del cariño y el respeto de sus amigos.

Un día se encontró una princesa que lo enamoró y con la misma dedicación y amor, formó su hogar. Hoy lo vemos ya abuelo y en el mismo Carrascal de antaño, carcomido por el tiempo matemático y roedor, continúa conservando la misma ternura de ese hombre que un día, prematuramente, perdió a su padre.

* fútbol callejero

© Monsieur James

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Palabras que reflejan una realidad de la infancia interrumpida, por el trabajo derivado de la familia en pie de derrumbe por la caída del pilar principal. MUY BIEN AMIGO.

Anónimo dijo...

Bueno, que puedo decir si existen tantos casos como el que aquí relatas, en donde los niños se hacen grandes de pronto y se convierten en el hombre de la casa, porque se debe tomar el lugar del padre.
Me parece que el señor Morales al leer ésto que has escrito en su recuerdo, más de algún lagrimón se le escapará.
Excelentemente narrado.
Una bonita historia real
Saludos

Anónimo dijo...

Saludos amigo Poeta. Muy conmovedor ese relato, que más que relato es una narración cronológica de la vida de un amigo que se aprecia mucho.
Mis respetos

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho la sencillez y como has contado de forma bucólica la tragedia de tu amigo Morales. Lo que me traslada al pensamiento de que una tragedia (perder a su padre y la infancia) lo és, en la medida que la afrontas, que fluyes con el dolor.
Si lo haces con aceptación entonces permites la entrada a la alegría.

Precioso.